Por: Licenciado José de Jesús Aguilar Carrasco
Leía por enésima
vez algún capítulo de Don quijote para lograr conciliar el sueño, cuando de
repente sentí un mareo un tanto raro que me hizo enderezarme de la cama, con
cierta pesadumbre trate de incorporarme pero el malestar lejos de disminuir
incrementaba, por lo que pude darme cuenta de que no se trataba de ninguna
afección patológica sino del inicio de un sismo. Eran las once de la noche con
cuarenta minutos cuando comenzó a sentirse un temblor que poco a poco y durante
los siguientes segundos fue incrementándose de manera preocupante. Lo que
siguió fue dar la instrucción a mi familia de evacuar la vivienda cuyas
cortinas y algunos enceres se movían como si estuvieran dentro de un barco en
una tormenta en alta mar.
Al salir aún se
podía sentir el movimiento que afortunadamente oscilatorio en esta zona del
país pocos daños causo, sin embargo pude percatarme de algo mucho más
preocupante de lo que había sucedido y del susto que habíamos pasado esa noche
del siete de septiembre. Como si nos encontrásemos en el abandono total o
viviendo en un desierto, pocos fueron los vecinos que nos acercamos al resto a
preguntar si nos había ocurrido algo o si se nos ofrecía algún apoyo en caso de
haber tenido penurias.
Días antes los
mismos vecinos habían reclamado unísonamente por condiciones materiales que
habrían sido dañadas o perdidas por factores externos, y la capacidad de
comunicarse para reclamar, para defender lo material había sido evidente,
incluso hasta colectiva de unos contra otros, pero esa noche, la noche del
terremoto más intenso en los últimos cien años en nuestro país, los menos como
dije su preocuparon por su entorno.
Después, poco a
poco las noticias fueron dando cuenta de daños materiales en el sureste del
país, de personas que en el infortunio del terremoto habían perdido la vida, y
entonces dimos gracias quienes en el centro habitamos porque los estragos hacia
esta zona habían sido los menos.
Entonces surgió
la pregunta de ¿es necesario que haya muerte, desolación y perdidas para que
como seres humanos y como vecinos nos preocupemos y apoyemos unos a los otros?,
me parece que no, desafortunadamente en
la vorágine de una vida apresurada por las exigencias cotidianas, hemos perdido
la parte más fundamental de toda sociedad, la de conformar comunidad, esa que se basa en el conocimiento
y en la pertenencia de quien vive junto de nosotros, esa que deriva de la
habitualidad de observarnos y de
convivir en un mismo entorno, esa que debiera servirnos para desde un “buenos
días” iniciar la labor diaria. ¿Cómo podemos entonces exigir buenos gobiernos y
resultados positivos en el ejercicio público? Si como sociedad no somos capaces
de interceder por nosotros mismos. Le recuerdo apreciable lector que es la
población parte fundamental del Estado, y que en la medida en que tengamos esa
población cohesionada e implicada para lograr la más elemental vida en común
será como podamos exigir unidos y al unísono mejores condiciones de vida a
partir de gobiernos que por cierto nosotros mismo elegimos.
Hace veintiocho
años Puebla vivió el más grande terremoto en su historia, entonces fuimos
capaces de unirnos, de salir adelante. Meses más tarde las lluvias más copiosas
y destructivas impactaron la sierra norte de Puebla, dejando eso, muerte y
desolación. No necesitamos a estos jinetes del apocalipsis para corregir las
fallas que como sociedad hemos tenido. Hoy Oaxaca, Tabasco y Chiapas nos
necesitan, apoyemos sin distingo ni remedo alguno, y para aquellos cuyos
familiares perdieron la vida en esta acción incontrolable de la naturaleza,
nuestro más sentido abrazo y sentimiento de afecto, hoy como antes, como
siempre México estará de pie.
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